20.11.05

MARIPOSAS

Me levanté con la sensación de haber soñado algo que tengo escrito en algún lado. Abrí los ojos y me levanté de un salto, comencé a revisar el cajón de la mesita de luz y mientras hojeaba unos papeles la sensación de haber sido cazado por una red de mariposas se apagó con los últimos aletazos de mi subconciencia. Me di cuenta de que no escribía hace tiempo, el manuscrito de la novela juntaba polvo, literalmente. Estoy muy ocupado, me dije con un chasquido de lengua y comencé a vestirme.
El café estaba demasiado caliente para terminarlo y abrí la puerta del departamento mientras intentaba tomar los últimos sorbos.
El portero del edificio me saludó con un antipático movimiento de cabeza mientras acomodaba unas flores.
Caminé apurado y cuando me enfrente a la plaza Laprida y a sus próceres que miran tan bronce recordé a mi padre diciendo que cruzar por la hipotenusa es siempre más corto que por los catetos. Interrumpí mis cavilaciones pitagóricas al ver la extraña estructura del cabello de una muchacha de edad indeterminada que podría haber sido una muy linda chica si uno hace el esfuerzo de abstraerse de la costra de tierra en la frente y de sus tics nerviosos. En seguida me percaté que estaba enfrentado el calor húmedo rosarino de enero con un pulóver y una bufanda sin sudar, e incluso los labios resquebrajados azulinos daban la impresión de que se estaba congelando. A los saltitos se acercó hasta quedar justo enfrente de mí. Sentí un poco de vergüenza por haber estado observándola e intenté girar la cabeza a un lado, pero vi sus ojos. Ojos amarillos como los de un gato, ojos que brillaban y parecía que tuviesen vida propia. Ella me miró, pero fue mucho más profundo que eso, lo primero que hice fue desechar todo el episodio con argumentos lógicos. Era lógico que se había escapado como muchos otros internados de la institución psiquiatrita de calle Laprida y Pellegrini, de eso no había duda, de vez en cuando veo algún que otro internado y X me dijo que vuelven solos al instituto luego de unas horas y por eso nadie se molesta en buscarlos. Fueron instantes, algunas décimas de segundo, pero esos ojos… Ella me miró como entendiéndome y repudiándome, mi castillo de naipes en el que yo era amo y señor se derrumbó con esa mirada.
Al llegar a la oficina casi el mismo portero movió la cabeza mientras acomodaba las flores. Me preparé otro café antes de sentarme e intenté olvidarme de todo el episodio y concentrarme en el trabajo.
El bolígrafo con el que estaba escribiendo dejó de funcionar, lo dejé a un lado y tomé otro, a los cinco minutos también dejo de funcionar, y tomé un tercero. Otra vez lo mismo, pensé, desarme el tercer bolígrafo y lo froté, luego intenté escribir en la suela de mi zapato. Sin resultados. Abrí otra ventana del procesador de textos para escribir las notas, pero la computadora estaba terriblemente lenta. Me quedé contemplando las paredes, absorto por unos momentos. Entonces sentí que esas paredes blancas empezaban a acercárseme. Me agité, salí afuera de la oficina. El edificio seguía comprimiéndose, ya habrá tiempo para excusas, pensé.

Una vez en mi departamento corrí al espejo para convencerme de que la mirada de ella era común, pero me vi ojeras y cansancio. Era claro que no eran los mismos ojos. Estaba seguro de que ella no estaba encerrada en un mundo de consecuencias lógicas como el mío, en el que las partículas subatómicas actúan de acuerdo a la ultima teoría física, hay que levantarse todos los días, a la mañana sale el sol, acuerdos tácitos que hemos hecho, queramos admitirlo o no, las personas normales. Nos levantamos, nos ponemos la persona y salimos a hacer lo que hay que hacer. Pero ella no, ella no tenía mis ojos, en los de ella había otra cosa, pensé, algo distinto y sobre todo único.
A la mañana siguiente me levanté más tranquilo, no había podido dormirme hasta muy tarde pero cuando logre conciliar el sueño dormí profundamente. Desayuné y salí evitando mirar a donde podría estar el portero. Decidí bordear la plaza, haría caso omiso a la lógica pitagórica, y mientras caminaba, una baldosa de otra textura me hizo sobresaltar. En aquel momento me acordé del sueño que había tenido y no había recordado esa mañana. Recordé los colores, fue tan vívido que empecé a pensar si alguna vez había tenido una red para cazar mariposas.
Por suerte nadie me preguntó nada en el trabajo, y no tuve que recurrir al invento de algún severo malestar estomacal pasajero. De todas maneras no pude soportar mucho, al cabo de un par de horas me fui, no me importó y no pensé en excusas porque sabía que no iría al día siguiente. Cuando escuché Comfortably numb en el teléfono celular, me limité a depositarlo suavemente en un cesto de basura y a seguir caminando.
Volví a mirarme al espejo cuando llegué a casa, estaba peor que ayer me dije mientras me miraba los ojos desde distintos ángulos. Hice correr el agua de la canilla mientras me lavaba la cara. Noté que sonaba el teléfono. Corté el agua y salí del baño. El teléfono seguía sonando así que lo desconecté. Me quedé sentado en el sillón absorto en mis pensamientos, hasta que me sobresaltaron los golpes en la puerta. En ese instante me percaté que el departamento estaba en penumbras. Siguieron golpeando y llamándome por mi nombre por un buen rato. Escuchaba la voz de X que conversaba con alguien más que no pude identificar. Me quede inmóvil hasta que oí que los que estaban en la puerta se iban y luego también permanecí inmóvil por unas horas más.
Por la noche apenas dormí, con las luces apagadas yo no podía asegurar la individualidad, la mismidad de las cosas de mi cuarto, quién me aseguraban que seguían siendo, que seguían obedeciendo a mi voluntad. Sobresaltado a las cuatro de la mañana me levanté y prendí todas las luces. Hice guardia por horas observando atentamente los objetos, cerciorándome que siguieran siendo y que no aprovecharan mis descuidos para dejar de ser o peor aun, convertirse en otra cosa inútil o quizás nociva.
A las siete treinta de la mañana, reuní todos los objetos de la casa en la cocina, para explicarles la nueva situación y las nuevas reglas. Desde la cocina escuché golpes en la puerta, me levanté lentamente y desenchufé la heladera. Media hora después sólo había silencio, pero poco a poco aumentaba el volumen de un murmullo ensordecedor, salí de la cocina y cerré la puerta. Sin sombras el ambiente se veía más tranquilizador, me senté en el piso. Tenía frió, pero el radiador estaba en la cocina y no me atrevía a entrar.
Estuve toda la tarde adentro, moviéndome por todo el departamento (salvo por la cocina) tratando de no provocar sombra. Me dormí encandilado y con hambre en una esquina de la habitación.
A la seis de la mañana, me levanté y acomodé todo en su lugar. Me di cuenta de que no estaba bien, no soy estúpido. Tiré todo lo que se había arruinado de la heladera, el calor ya había producido hongos con un olor desagradable. Me di una ducha y el hambre de un día y medio sin comer me atacó de repente. Tenía que llamar a X, y explicarle lo que pasó, pero antes tenía que desayunar, sentía que iba a desmayarme.
Me senté en el bar de la esquina y pedí la promoción del café con leche y jugo de naranja con pan con manteca y mermelada. Pensé en pedir otro desayuno igual, pero me pareció exagerado. Busqué el teléfono celular para llamar a X, con un poco de bronca recordé haberlo tirado. Pagué y salí. Miré la hora, estaba a tiempo para ir al trabajo, ya decidiría en el camino que inventar.
Tal vez fue la fuerza de la inercia, después de todo, estaba bastante ensimismado, pero el punto es que me encontré sin anticiparlo cruzando la plaza Laprida y ella estaba enfrente de mí. Me empujó al piso, me reí para mis adentros, tantos días obsesionado, y era evidente, era lo que se dice, una loca, con ojos de loca y cabello de loca. La alegría de mi primera revelación se vio interrumpida cuando ella empezó a formar una sonrisa y a desenfundar un revólver. No podía hacer nada, estaba en el suelo a medio metro del caño. Evalué mi situación fríamente, era una muerte segura, me estaba apuntando a la cabeza, podía imaginarme a las palomas volando después del sonido del disparo, gente corriendo, las sirenas. Y yo había estado tan preocupado por el sentido de mi vida, por la monotonía, que podía haber encontrado extraordinario y de otro mundo a un tomate o a una papa en lugar de a esa demente que me apuntaba.
Y entonces vi como ella agrandaba aún más su sonrisa, como su dedo índice se hundía en el gatillo. Apreté los dientes, oí el tope y luego un paf, como si me explotaran una bolsa de papel adentro de la cabeza, o aún peor.
Las palomas comenzaron a volar, y vi que del caño del arma salían miles y miles de mariposas. Como trozos de arco iris, rojos, violetas, amarillos, blancos, celestes, naranjas revoloteaban alrededor de mi mientras una chicharra insoportable me aturdía.