19.7.05

Ciento diez vasos con agua

Me acuesto incómodo, demasiado calor o demasiado frío, pero más que eso, siendo la pieza que no encaja. Me levanto y me sirvo ciento diez vasos con agua y una gotita de licor de menta para darle gusto. Pero duermo mal o no duermo, pero igual en el sueño escucho la chicharra de los bomberos, toda la ciudad incendiada por gente de traje bañada en sangre, qué trajedia pienso en el sueño y me causa gracia, qué trajedia así con j. Pero igual, por más que no haya dormido o sí y sueñe con la chicharra y la ciudad en llamas y la gente ensangrentada, me levanto sobresaltado.
Pero por qué nos despertamos así a veces, pateando las sábanas y apretando el botón del despertador con furia, si ya conocemos la chicharra, si nos acompañó en el sueño. Por qué no podemos salir de ese estado tan peculiar. Nos levantamos y en el ambiente hay olor a sangre, a rojo y se escuchan las trompetas del heraldo. Debemos salir a empaparnos en la copiosa multitud de hermanos y a sentir el frenesí que se disfruta cuando somos muchos y la calle es nuestra. Entonces encendemos el televisor, ese aparato que nos muestra todo el tiempo y sin interrupciones esa realidad tan real; y lo vemos y no estamos allí, desfigurados marchando por la avenida. Y entonces sentimos ahí, en la mismísima corbata la sensación, el deseo de pertenecer, de ser.
Y lo peor no es afeitarse con un vidrio y arrancarse la piel, es la sangre sobre el traje impecable, sobre la camisa beige y sobre el nudo de corbata que ahorca pero no importa porque lo importante es que estemos perfectamente pulcros, esterilizados y sincronizados. Clonados y andando en filas interminables, marchando por la ciudad todas las caras rojas de sangre. Un, dos, tres, los pasos sincronizados, los relojes y los maletines arriba y abajo, en simbiosis con las manos, unidos. De todas las calles, doblando en las esquinas, juntándose en la avenida, dejando una estela de sangre. Y ya no hay autos, ni motos, ni colectivos, solo el desfile interminable de empresarios desfigurados que marchan al compás del dow jones y el 90% de humedad. Porque lo que mata no es la guerra ni el hambre ni la pobreza, señores y señoras, lo que mata es la humedad. Y arriba de la avenida, en los departamentos de un ambiente, mujeres gordas ondulan los pañuelos enfrente del televisor y escuchan el sonido de los pasos por los parlantes y por la ventana; el un, dos, tres. Y ya no hay más que hacer, arenquémonos los rostros que ya no sirven, un, dos, tres, sigamos el camino de sangre, marchemos, juntémonos en la avenida, todos van por allí. Por qué no nosotros, por qué no estamos allí marchando. Todos. Yo soy todos, todos somos yo, nadie es todos, yo soy nadie. Un, dos, tres, desfigurémonos esta mañana y marchemos clonados. Tal vez la piel de la cara sea poco, saquémonos toda la piel. Dejemos correr el agua que ablanda la piel que quedo en la pileta, un rato más y será un pastiche que viajará cómodo por las cañerías. Qué bien se nos ve de traje y sin piel, qué deliciosa incomodidad, qué correctos, pero por sobre todo, qué parecidos somos todos, no hay diferencias de color, hermanémonos en la trajedia humana. Todos los trajes ensangrentados y sincronizados marchando. Y no importa que la corbata no deje pasar el aire, que sin piel se pegue al cuello y es como si penetrara la carne y arde, cómo arde, cómo raspa. Y el reloj, también, pincha y arde y raspa, es tener en rojo vivo la muñeca. La hora, por dios, no olvidemos el maletín sobre la silla, ajustemos el nudo de corbata y un, dos, tres, adelante, la avenida nos espera.

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